domingo, 27 de noviembre de 2016

1968- Recuerdos de una mañana de enero


           

                      
            
             La mañana huele a leña de encina madurando sabores venideros. Los  aromas a cocina, guisos que duran una mañana, los de siempre, se acumulan impregnando y  estimulando los sentidos. Ese es el aroma de las madres, de las abuelas, ese aroma que perdurará en la memoria de mis tiempos.

            También huele a picón recién encendido, a tizones que no llegarán a calentar el hogar. Un brasero cubierto de cenizas y el envoltorio de una tableta de chocolate animan las incipientes brasas. Recuerdos de aromas que nunca volverán, aromas de un despertar de lonchas de tocino recién apartado del fuego, a café de puchero y a pan frito.

            Cuando el frío de Enero se cuela entre  los huesos, cuando las palabras son sonidos y vaho, cuando tiritan hasta los pensamientos, entonces buscaba en la pequeña azotea al rey, al caballero protector de las mañanas y entre dientes y heladas esperas recitaba:

Sal solecito 
Caliéntame un poquito
Para hoy, para mañana,
Y para toda la semana.

            Levanto la vista, la verdina invade las viejas tejas, junto a jaramagos incipientes que pronto verán su fin. En el pequeño patio solo helechos y aspidistras  resisten la perenne batalla del invierno. La humedad coloniza esas  mil capas de cal que cubren las paredes. Gota a gota forman pequeños caminos que como ríos diminutos bajan hasta el arriate, donde la desnuda  parra acumula vida para el verano que vendrá.

            La neblina de la mañana va dejando pasar un tibio sol que con timidez acaricia la barranca y las verdes hojas del olivo que se asoman a ella, eternamente suspendidas en el aire. Dos gorriones se desperezan en el alero saltando rítmicamente, picoteando entre las tejas. Es placentero el sol rozando la cara, cierro los ojos para que también los parpados reciban su cortejo de luz. Veo mi sangre cuando cierro los ojos, rojo intenso, porque ante tal rey solo cabe postrar los parpados.

            Extasiado por la calidez del momento en una mañana de heladas negras, de cristales efímeros  en las charcas y en las fuentes, sueño con lo que sueñan los niños, sueño en romper el cristal de  ese charco antes que nadie, antes que mi hermano ,porque  siempre seremos niños mientras pisemos charcos., sueño en el recreo, si hoy tendremos juegos y sueño que la primavera, pronto vendrá, empujando al invierno hacia otros tiempos que ya volverán. 

            Abro los ojos y veo como mi abuela sale diligente de la cocina y enseña los bocadillos, es la señal para bajar, es la hora de marcharse para el colegio. Mi abuela es menuda, muy activa, cariñosa, siempre vestida de oscuro y en casa siempre un delantal con amplios  bolsillos ciñe su cintura,  benditos bolsillos de los que siempre emana alguna sorpresa, a veces un caramelo, a veces una fruta, a veces chocolate y siempre su eterna navaja de cocina. Recuerdo su  sonrisa cómplice cuando metía sus manos en los bolsillos, debía de ver la impaciencia pintada en nuestros rostros y sonreía. 

            Y mi madre, "madre", no hay una palabra mas hermosa que esa "madre" . Ahora entiendo muchas cosas, una madre se define sin palabras, se califica en silencio y con amor. Ese amor que nos dio antes,  que nos da ahora y lo tendremos siempre. Educar es enseñar a vivir, enseñar a volar, mostrar los caminos. Desde la madrugada anda despierta, desayunos, comidas y mil repasos. Hasta abrir la puerta de la calle para ir al colegio, una ultima mirada, para asegurar que todo va bien, ropa, zapatos y nada de churretes en la cara  que como niños teníamos facilidad para hacernos con ellos. Solo quedaban las ultimas recomendaciones y el beso.



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